La psicología conductista hizo pensar que el refuerzo tenía
un sentido casi mágico. Según los principios del condicionamiento, el
aprendizaje ocurre por la asociación que se establece entre una conducta y sus
resultados: si éstos son positivos el sujeto tenderá a repetir la conducta y,
si son negativos, a extinguirla. El sujeto ha aprendido la relación de
causa-efecto entre dos variables: conducta y resultados. Sin embargo, no tuvo
en cuenta que también, el animal o persona puede aprender que existe independencia
entre su conducta y los resultados que siguen de ella (ej., cuando un alumno
estudia mucho o cree que lo hace y no consigue aprobar). En este sentido, fue
Seligman (1975) quien en sus experimentos con perros observó que cuando uno de
los perros ha experimentado repetidamente la desagradable experiencia de
recibir una descarga eléctrica y han sido inútiles sus repetidos intentos de
escapar del castigo, aprende que no hay relación de causa efecto entre su
acción (intentar escapar) y la interrupción de la descarga, puesto que sus
intentos de escapar no han cambiado la situación, no han servido de nada. Una
vez convencido de la inutilidad de sus intentos por escapar, ya ni siquiera
intenta huir desapareciendo su motivación (lo que le mueve a actuar). Ha aprendido
a sentirse indefenso y ya no tiene motivos para alcanzar algo que por
anticipado sabe que no va a conseguir.
Muchos de nuestros convencimientos sobre la propia
incapacidad parten de la conclusión ilógica que, tras haber tenido experiencias
de fracaso en el primer, segundo y tercer intento, en el cuarto también
fracasaremos atribuyendo dichos fracasos a nuestra falta de capacidad para
abordar con éxito la situación.
En los primeros años del desarrollo, los niños tienden a
involucrarse en conductas relacionadas con el logro para satisfacer alguna
necesidad de aprendizaje; sin embargo, progresivamente los refuerzos externos
van adquiriendo más importancia (alcanzar buenas notas, un contrato de trabajo,
conseguir el afecto de alguien que nos importa...).
Por otro lado, al llegar a la escuela, la comparación con
los demás adquiere importancia, y cuando esto ocurre, la idea que uno se forma
sobre sus propias capacidades ya no depende de que la propia acción se ajuste o
no a criterios externos establecidos, sino de que tal acción sea mejor o peor
que la de los demás y de que se haya utilizado más o menos esfuerzo que ellos
en realizarla. Si la comparación es
negativa, empezamos a desarrollar una concepción de la propia capacidad como
algo estable (no modificable) y, en consecuencia, a percibir el valor del
esfuerzo como limitado por la incapacidad que uno comienza a descubrir que
posee. A medida que la noción de “poca capacidad” va ocupando un lugar central,
el esfuerzo va perdiendo su valor y su sentido. Es lo que se conoce como desesperanza o indefensión aprendida.
La sobreprotección también lleva a
la indefensión
Además
de las experiencias negativas personales de “esfuerzo sin resultado”, hay otras
situaciones vitales que pueden llevar también a la indefensión o sensación de
inutilidad: la sobreprotección.
Si desde que el niño es pequeño le damos la solución a
todos los problemas, impedimos que corra riesgos y se enfrente por sí mismo a
las dificultades de la vida, llegará un momento que dejará de actuar, esperando
que nosotros (padres, educadores, empleadores) le solucionemos los problemas.
Una vez que hemos hecho de la persona “un sujeto
dependiente”, si un día no le prestamos la ayuda que espera de nosotros, no
invertirá su energía en solucionar el problema, sino en quejarse de la
situación. Reaccionará como le hemos enseñado (Burón).
María Jesús Suárez Duque
Psicóloga y Educadora Social
Centro Beatriz. Apoyo Emocional, Educativo e Integración Social
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